lunes, 25 de febrero de 2008

Entrevista imaginaria a un gran hombre

Gustavo Acevedo, fotógrafo
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Caída libre en claroscuro
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Cambió las tablas por los negativos cuando, mientras saboreaba una cotufa, entendió que sólo necesitaba una cámara para hacer eterno lo efímero. Desde entonces, la fotografía y la rumba continuada en Sabana Grande son sus oficios favoritos
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Débora Ilovaca
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Gustavo Acevedo parece salido de una de sus fotografías. Tiene ambas manos metidas en los bolsillos del bluyín y la espalda apoyada en una de las columnas externas del Museo de Bellas Artes. Sus ojos azules no miran a ninguna parte. Parece que espera a alguien que ya se fue. Tal vez la mira a ella, a su primera esposa. La recuerda hermosa y quiere tomarle una foto. Pero no puede: ella se ha ido para siempre: se ha ido al otro lado. Por eso esconde las manos y aprieta los puños. O tal vez no.
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Tal vez está nervioso por la exposición, por ese tercer lugar en el XII Premio de Fotografía Luis Felipe Toro que le otorgó hace pocos días el Conac (Consejo Nacional de la Cultura). Sus fotos en cuestión están expuestas en el museo para deleite de todo público. Y Acevedo odia los públicos: “No me gustan las multitudes, los lugares con mucha gente”. Por eso está afuera con la mirada perdida en el confín del mundo. Como si hubiera salido de una de sus fotos. Tratando de ver lo que está del otro lado. De sobrevivir a la muerte.
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—¿Qué lo acercó a la fotografía?
—Todo comenzó una mañana en el Parque del Este. Yo era muy niño. Estaba comiendo unas cotufas mientras posaba para una foto que me tomaba mi hermana. Recuerdo que quise congelarme para siempre en el momento en que mordía la cotufa. Desde ese día tuve el presentimiento de que iba a terminar vinculado a la fotografía. Aún conservo las fotos de aquel episodio.
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—Así que la culpa es de las cotufas.
—De las cotufas y de la niña de Lewis Carroll. Movido por ese presentimiento de niño, ingresé al curso de fotografía que dictaban en la Casa Municipal de San Bernardino cuando tenía 20 años. Por ese entonces también me atraía el teatro y ensayaba para una adaptación de Alicia en el país de las maravillas. Me involucré en la vida de los personajes y, como un hecho fantástico, me topé con el libro de fotografía Niñas de Lewis Carroll. En él se encontraba la foto de la niña que había inspirado el relato. El encuentro con aquellas imágenes selló definitivamente mi pasión por la fotografía y el claroscuro. Abandoné los ensayos y me dediqué por completo a mi vaina de ser fotógrafo.
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—¿Hay algo de esas niñas en las fotografías de la exposición?
—Claro, ellas están en todas mis fotos. El trabajo que presento en esta muestra es un reportaje realizado junto al periodista Gonzalo Jiménez en la aldea de los indígenas Barí de la Sierra de Perijá (Zulia), en los márgenes fronterizos del Río de Oro de la línea divisoria con Colombia. La expedición fue intrincada y hubo que navegar por más de seis horas a través del espeso y húmedo paisaje de la zona. Finalmente llegamos al poblado de Bokshí, escenario de la confrontación entre indios y representantes de la industria petrolera. En su lucha, los Barí asumen la defensa no sólo de un ecosistema amenazado por la exploraciones petroleras, sino que su combate constituye el testimonio de una tradición, una cultura y un pueblo que niega la muerte, olvidados en el confín del mundo. Las niñas de Caroll, como todos los niños del mundo, se niegan a la muerte. La fotografía también. Y yo con ella.
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El galán temerario
Acevedo sabe que la muerte es ineludible: “La Pelona no pela a nadie”. Por eso le gusta tentarla, coquetearle, susurrarle al oído. Por eso se toma la vida con soda, con cerveza, con güisqui, con drogas, con lo que sea, con todo. “No hay que preocuparse por pendejadas. Se pierde el tiempo y se hace el tonto”. También sabe que es un galán. Lo sabe tan bien como lo saben ellas, esa larga fila de mujeres que suspiran cuando lo ven pasar tan seguro de sí mismo por el bulevar de Sabana Grande. Todas desean ser atrapadas por su flash, pasar a la historia en el clic metálico de su cámara. Incluso las famosas.
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—¿Es cierto que tuvo un idilio con Lucelia Santos, la protagonista de la novela brasilera La esclava Isaura?
—Eso dice Ewald Sharfenberg.
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—¿Y usted qué dice?
—Yo digo que es un atraco de mujer. Y que me la pasé de crema paraíso con ella los tres días que estuvo acá. La conocí en un café de la Castellana mientras la fotografiaba para la entrevista que le estaba realizando Ewald Sharfenberg para Feriado. Luego de aquella sesión nos vimos diariamente hasta que ella regresó a Brasil.
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—¿Quiénes son Tiracoñazos Jackson y Pipirihuevo Macoy?
—Son los tipos más arrechos de Caracas. Un par de perros callejeros que se la dan de la gran cosota, los “papaúpa” del asunto. Se creen los detectives del bulevar de Sabana Grande. Nadie es más arrecho que Tiracoñazos Jackson y Pipirihuevo Macoy. Nadie.
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—¿Ambrosio Plaza y Cortijo y su combo son sus compinches?
—No, más bien son sus enemigos. Míos también. El hambre y la pelazón no son compinches de nadie.
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—¿Es usted amigo de Montaner?
—Sí, claro. Al principio fui amigo de Montaner, como todos. Pero ahora me la paso con El hermano Cocó. “Ya viene El hermano Cocó, Cocó nos despoja del mal”.
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—¿El hermano Cocó lo despoja del mal?
—Me acerca al otro lado, a eso que busco en cada una de mis fotos. Porque la realidad no es sólo la realidad, no es sólo lo que se ve. Siempre hay algo más, algo que permanece oculto. La fotografía me acerca a ese algo, me permite tocarlo en un clic. Cocó también.
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—¿Lo acerca al claroscuro?
—Exacto. A esa letal combinación de sombra y luz. Las cosas se ven mejor en blanco y negro. Lo oscuro se hace más oscuro. La luz brilla más. Me encanta eso.
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—¿Cómo busca el claroscuro en sus fotos?
—Es un instinto, un instante fantástico. Es apretar el botón en el momento decisivo, como decía Henri Cartier Bresson. De un rollo uno toma generalmente dos o tres fotos y en esa convergencia es donde atrapas el instante: el encuadre perfecto. Puede ser un gesto, puede ser un movimiento.
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—¿Ese gesto o ese movimiento son reales o ficticios?
—Las dos cosas. A veces le pides a la gente que participe, a veces la misma persona te da lo que tú andas buscando sin pedírselo. Y a veces te asomas ahí y descubres la imagen.
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—¿Esa cicatriz se la hizo asomándose para ver la imagen?
—Pues sí. Yo estaba trabajando haciendo unas tomas para una película de Diego Risquez, ahora no recuerdo el nombre. Ni siquiera recuerdo si era una película. El caso es que yo estaba al borde de un barranco con el ojo pegado a la cámara cuando me tropecé y rodé monte abajo. Las ramas de los árboles amortiguaron mi caída, pero también me atravesaron como a San Sebastián. Quedé inconsciente. La cicatriz es prueba de ello. Lo único malo es que la condenada es tremenda sapa. Cuando pego el ojo como Dios manda casi no se ve. Es como si se escondiera detrás de mi ojo. En cambio, cuando me paso de juerga, se hace pronunciada. Es una cicatriz delatora.
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—¿No le da miedo volverse a caer?
—Creo que no. El miedo no te deja vivir, te encadena. Uno tiene que hacer las cosas que quiere, que disfruta, que le gustan. Y hacerlas, como todo en la vida, tiene un precio. Mi pasión es la fotografía, no voy a renunciar a ella por miedo. Si me tengo que volver a caer, me caeré.
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—¿Y si esa vez no logra levantarse?
—Si eso ocurre, estaré muerto. Así que no tengo de qué preocuparme.
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Nota importante: Gustavo Acevedo fue reportero gráfico del diario El Globo y de la revista Feriado de El Nacional. Se le vio por última vez en el terminal La Bandera el 25 de junio de 2005. Once días después su esposa reconoció su cuerpo en la morgue de Bello Monte. Los acontecimientos alrededor de su muerte, hasta la fecha, aún no están totalmente esclarecidos. Lo cierto es que fue asesinado. Este trabajo, encargado por el profesor Sebastián de la Nuez, busca (en caso de que eso sea posible) hacerle justicia y reconocer su excelente trayectoria como fotógrafo. Para realizarlo, se revisaron entrevistas hechas a Acevedo antes de su muerte y se entrevistó a algunos periodistas que lo conocieron y compartieron la calle con él. Todos lo recuerdan con mucho cariño. Fue un gran fotógrafo y un gran hombre. "Un tipazo", como dijo de la Nuez.

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