miércoles, 17 de diciembre de 2008

Anecdotario inservible III

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Lo que más me gusta de la semblanza de Nueva York del periodista norteamericano Gay Talese es la parte de los gatos. De cómo están en todos lados, de cómo hay unos que viven desde siempre en las tinieblas (acueductos y alcantarillas), de cómo se comen a las ratas de los puertos (lo que mejora la higiene de dichos puertos), de cómo una vez los hijoeputas pescadores enveneraron a los gatos del puerto y las ratas casi se los comen a ellos (bien hecho, por hijoeputas), de lo diferente que es un gato callejero de uno que tiene hogar (aunque ambos sean neoyorquinos), de cómo clasifica a los gatos en golfos, salvajes, bohemios, de medio tiempo y de tiempo completo, de cómo "cuando el tráfico disminuye y casi todos duermen empiezan a pulular los gatos". 

Esa frase de Talese me recuerda una esquina de Macaracuay que está repleta de gatos. Viven entre la montaña y la calle. Y maúllan durísimo cuando es de noche. Comen ratas y basura, tan ecológicos. La verdad, nunca he entendido por qué tantas personas detestan a los gatos. Me parece una cosa absurda. Son más bonitos que los perros, no babean y no huelen mal. A mí me gustan por culpa de Michelle Pfeiffer en Batman Returns, de Tim Burton. Y, la verdad, creo que ellos simpatizan conmigo. Lo digo porque la última vez que estuve en Macaracuay me persiguieron tres gatos durante más, mucho más, de 100 metros. Cuando me detenía, ellos se detenían. Si aceleraba el paso, ellos lo aceleraban también. Entonces, cuando finalmente me iba, no había rastro de ellos en la calle. Tampoco en la acera. Ni siquiera debajo de los carros. Desaparecieron mientras busqué algo en mi cartera o me eché el cabello hacia atrás. Y sólo quedaron sus ojos. La noche y sus ojos.