domingo, 25 de marzo de 2007

Un poema, dos versiones

Ningún poema es uno sólo.
Hay dos personas cuando me paro frente al espejo: la que me mira y la que miro.
Hay dos versiones mirándose a los ojos.
Dos mundos encontrados.

Piedra negra sobre una piedra blanca

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigoslos
días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...

—César Vallejo

sábado, 24 de marzo de 2007

El Gallo Pelón y la Buena Pipa

A JS, por hacerme reír

Las discusiones de pareja son una cosa rarísima. Tan rara, que dieron origen al juego más antiguo sobre la faz de la tierra: El cuento del Gallo Pelón. Casi nadie lo sabe, pero ese insoportable y divertido juego no es más que el reflejo de una típica discusión de pareja. Hay que reír para no llorar.

Gallo Pelón como GP
Buena Pipa como BP

—GP: ¡Hooooooola, Buena Pipa!
—BP: ¡Hooooooola, Gallo Pelón!
—GP: ¿Quieres que te cuente el cuento de mi abuelo el Gallo Pelón?
—BP: Sólo si, cuando termines, me dejas que te eche el cuento del mi abuela la Buena Pipa.
—GP: No, Buena Pipa. No estoy preguntando que si luego de que te eche el cuento de mi abuelo el Gallo Pelón tú puedes contarme el cuento de tu abuela la Buena Pipa. Te estoy preguntando que si...
—BP: ¿Que si qué?
—GP: ¿Ah?
—BP: Dime, pues.
—GP: ¿Qué cosa?
—BP: Lo que ibas a decirme.
—GP: Decía que si quieres que te cuente la historia de mi abuelo el Gallo Pelón.
—BP: No.
—GP: ¿Cómo?
—BP: Que no, que no quiero.
—GP: ¿Por qué no quieres? Yo te había dicho que...
—BP: Porque no.
—GP: ¿En serio?
—BP: Sí.
—GP: ¿De verdad?
—BP: Sí.
—GP: Pero, ¿por qué?
—BP: Porque no me da la gana.
—GP: Pero...
—BP: Jódete.
—GP: ¿Estás hablando en serio?
—BP: Muy en serio.
—GP: Cónchale, Pipa, no te pongas así.
—BP: ¿Así cómo?
—GP: Así como estás ahora, toda arrecha conmigo.
—BP: Yo no estoy arrecha.
—GP: Claro que sí.
—BP: Que no.
—GP: Entonces sí quieres escuchar el cuento de mi abuelo el Gallo Pelón.
—BP: Está bien, dale.
—GP: Ah, no.
—BP: ¿Qué?
—GP: Si no quieres escuchar el cuento de mi abuelo el Gallo Pelón no te lo echo.
—BP: Te dije que sí quería.
—GP: Dijiste: "Está bien, dale".
—BP: ¿Qué quieres que diga, entonces?
—GP: Nada.
—BP: ¿Cómo que nada?
—GP: Nada.
—BP: ¿No me vas a echar el cuento?
—GP: No.
—BP: ¿Por qué?
—GP: Porque ya no quiero.
—BP: Ok.
—GP: Ok, ¿qué?
—BP: Ok, ok.
—GP: Ok.
—BP: "Ok".
—GP: Deja de remedarme.
—BP: "Deja de remedarme".
—GP: De pana, Pipa, no estoy de humor.
—BP: "De pana, Pipa, no estoy de humor".
—GP: Qué ladilla...
—BP: "Qué ladilla..."
—GP: ¿Quieres que te cuente el cuento de mi abuelo el Gallo Pelón?
—BP: No.
—GP: No dije que no. Dije que si quieres que te cuente el cuento de mi abuelo el Gallo Pelón.
—BP: Sí.
—GP: No dije que sí. Dije que si quieres que te cuente el cuento de mi abuelo el Gallo Pelón.
—BP: Jódete.
—GP: No dije jódete. Dije que si quieres que te cuente el cuento de mi abuelo el Gallo Pelón.

Así que esto es crecer

Llevaba meses notificándole a mi mamá la desmedida proliferación de canas en mi cabellera y ella como si nada. “A mí me empezaron a salir a los 19, deja de vértelas”, me decía sin separar sus ojos de la tele mientras yo escudriñaba mi cabeza frente al espejo. Supongo que no le importaba mucho y, supongo también, que por esa misma razón empecé a tranquilizarme. Dejé de verme las canas tan recurrentemente y, buscando el lado positivo y divertido del asunto, empecé a proyectarme en el futuro con diferentes colores de cabello.
Incluso, llegué a pensar (bueno, todavía lo pienso) que me vería sexy e interesante cuando éstas se apoderaran de gran parte de mi cabeza y yo aún gozara lozanía y vivacidad. En pocas palabras, había dejado de verlas como extraterrestres.

Pero como nada es para es para siempre, ocurrió algo MUCHO peor de lo que yo me esperaba. Estaba almorzando felizmente con mi mamá cuando la oigo gritar horrorizada: “¡Mira la cana que tienes ahí!”. Como yo no entendía nada de lo que estaba sucediendo, le recordé que yo ya la había puesto al tanto de mi situación e incliné la cabeza para mostrarle la evidencia. Grave error. La mujer no sólo no podía entender el estado de mi cabello, sino que, además, me echó la culpa: “Eso te pasa por arrancártelas”.

Pues sí, al parecer yo tengo la culpa de que esos malditos y racistas pelos albinos les estén robando el territorio al resto de mis cabellos. Yo y nadie más que yo. No es una cuestión de herencia, no. Ni de hormonas. Nada tiene que ver con el paso de los años. Tengo canas porque me las arranqué. Machete. Ahora sí que lo entendí todo: crecer es resolver los problemas echándonos la culpa.


(Y la culpa es un invento muy poco generoso…)

martes, 20 de marzo de 2007

Oda a las groserías

Gracias a mis padres, no nací en época de buenas palabras ni en familia de lenguaje refinado. Me crié entre groserías y, lo lamento por aquellos que las repudian, me parecen divinas. Poca cosa hay en esta miserable vida tan buena como una grosería dicha cuando Dios manda o, mejor aún, dicha por un español. Sí, señores, España es la patria de la madre que te parió y el muy hijoputa que te cabrea los cojones.
Hace poco, mi querida amiga Aline Dos Reis (mejor conocida como Cadáver Exquisito) me prestó el libro Con ánimo de ofender, una recopilación de artículos (1998-2000) de Arturo Pérez-Reverte que, en términos ibéricos, son tan buenos que te cagas. Como me he reído tanto leyéndolos, me dio por compartir públicamente algunas de las barbaridades que se repiten en sus hojas. Buen provecho.

Ni de coña.
La madre que te parió.
Eres la leche.
La hostia.
La muy hija de puta.
Vete a coger por culo.
Que te cagas.
El grandísimo coño de tu madre.
Maldito hijoputa.
Maldita mierda.
Maldito cabrón.
Me cabrea (esta no es una grosería propiamente dicha, pero suena rico).
Maldita mierda.
Coño.
Perro mundo.
Hijo de perra.
Maldito seas.
Hay que joderse.

lunes, 5 de marzo de 2007

"Manque le saquen la nigua... le queda el agujero"

—Cadáver exquisito: ¡Con la cara de aguevoneada que se gasta ésta! Por eso muy sabiamente dice mi padre "el que menos puja...".

—Súper size me: El que pin que pan ya tiene fecha.

—Cadáver exquisto: En fin, ¿cómo es el merequetengue?

domingo, 4 de marzo de 2007

De por qué a Mafalda no le gusta la sopa

Este descubrimiento, como todos los grandes descubrimientos del mundo, fue fortuito. Estaba en clases de inglés discutiendo con mis compañeros acerca del origen de la sopa y, entonces, entre un argumento y otro, llegué a la conclusión (sin investigación previa ni ulterior, puro ingenio) de que la sopa nació como consecuencia de la guerra o, mejor dicho, de la necesidad, del hambre y los pocos recursos disponibles.

Hay sopas muy ricas, sí. Pero si uno lo piensa fríamente, si desmenuzas la sopa, te das cuenta de que no es más que un montón de agua con un bojote de verduras y, a veces, algunos pedazos de carne de vaca o pollo. Nada más. Por esta razón, y porque uno ha visto en películas o leído cómo en épocas de crisis la gente hervía suelas de zapatos o pedazos de cuero para darle sabor al agua, se me ocurrió que al haber guerra y encontrarse la tierra destrozada, la gente agarraba lo poco que conseguía y lo ponía a hervir todo junto en una olla. De allí, supongo yo, surgió el cocido madrileño, las lentejas, el minestrone, etc.

Puede resultar inverosímil, pero en mi familia (siglo XX y sin guerra) cuando las vacas han estado muy pero muy flacas, lo que más comíamos era sopa. Mucha agua y poca sustancia. Y mi papá, hijo de emigrantes croatas a causa de la II Guerra Mundial, siempre comenta que su hermano menor (mi tío, que en paz descansa) era más alto que él porque creció comiendo como Dios manda, mientras que él (mi papá) pasó su niñez alimentándose con sopa Continental o de sobrecito.

Y, bueno, por eso Mafalda odia la sopa: porque es un producto de la guerra, de la injusticia y la inmundicia humana, de la necesidad, del hambre, de la enfermedad (cuando uno se enferma lo que come es pura sopa) y también de la tristeza.

(NOTA: Eso sí, cuando la sopa y la ocasión es buena, no hay nada como una buena sopa. Mis más profundos respetos a Mafalda.)

Pensar: un ejercico que entristece

La verdad, siempre me ha gustado pensar. Ponerme boca abajo y ver qué cae: hay ideas que sólo se vienen abajo con la gravedad, que si te quedas parado con los pies bien pegados a la tierra, nunca llegan. Claro que, al hacer este ejercicio, es decir, al ponerte de cabeza, suelen desplomarse algo más que buenas ideas. Hay días en los que sólo caen hojas secas, pero hay días, como ayer, en los que llueve torrencialmente.

Y entonces te mojas completito y lo pierdes o lo ganas todo. Te quedas atascado en mitad de la calle, no sabes adónde ir porque ya estás mojado y lo mismo da que te refugies o no bajo un techo. Así que te quedas parado (generalmente es de noche y la luna casi no se ve) y empiezas a sentir cómo, entre tu clavícula y tu ombligo, empieza a crecer un hoyo. Un hoyo que se hace cada vez más grande y más profundo, como un enorme abismo que te va tragando y te envuelve entre la niebla. Sabes que estás vivo porque no estás muerto, porque alguien acaba de preguntarte la hora y tú respondiste: “Son las siete menos cuarto”. Pero tu corazón ya no está en tu costado izquierdo y apenas puedes sentir que respiras.

Gritas y no escuchas nada. Vuelves a gritar. Nada. Si en este momento intentaras tocar tu cabeza no podrías hacerlo. Tiemblas. Un aire frío comienza a bajar por tu garganta, da vueltas en tus pulmones y se precipita de golpe hasta tus pies. Volteas, miras a un lado y al otro y todo sigue en orden: la vida sigue su curso a tú alrededor y no puedes alcanzarla. Intentas correr y te alejas. “¿Para qué coño me puse de cabeza? ¿Para qué?”, piensas e intentas correr una vez más. Como te falta aire haces una pausa y notas que ha dejado de llover. Te frotas los ojos y de pronto es de día. El maldito hoyo sigue allí, pero ya se puede ver la luna. Como no quieres entender nada, empiezas a caminar. Tu ropa se va secando. De hecho, sólo tu cabello está húmedo, como si acabaras de darte un cálido baño. Ahora eres tú quien pregunta la hora:
—“Disculpe, ¿qué hora tiene?”.
—“Un cuarto para las siete”, responde una voz.

Sí, has perdido un día por pararte de cabeza. Menudo pasatiempo. Antes tratabas de volar y, ahora, te aferras al mundo, lo agarras con tus manos. ¿Qué no te das cuenta? Claro que te das cuenta. ¿Entonces? Entonces voy retomar mis clases de vuelo, hace tiempo que no veo el mundo desde las nubes. Y no precisamente porque faltes tú. Te quiero.