viernes, 31 de agosto de 2007

Diccionario de una noche con ventilador y de libro prestado

Recordar: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón.

Fuente: El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano.

jueves, 30 de agosto de 2007

La canción del verano apureño

Esta fue la canción más escuchada en la frontera colombo-venezolana durante mi estadía allí (aquí). Lo mejor es que el video es igualito a esta tierra de perdición. Un tripeo colombiano, una linda canción.

martes, 28 de agosto de 2007

Nómbrame

Me gusta mucho mi nombre:

a-lies-ka

KA (aaaaaaaaaaa).

es: soy.

Yo soy, soy yo.

alieska se lee más bonito en minúsculas.

con LI de libertad.

lunes, 27 de agosto de 2007

CUARTETO DE NOS


Estaba viendo la tele (sí, la tele, ¡mi nueva casa apureña tiene tele!) y me encontré con este grupete uruguayo. Nunca antes los había escuchado, pero los tipos llevan un buen tiempo haciendo música (desde 1984) y ya tienen 11 discos. El de la foto (Raro) es el último y tiene un canción rebuena: Ya no sé qué hacer conmigo. Les dejo la letra y la dirección para que puedan escucharla. El video es buenísimo: es tipo cómic y está lleno de grafías. Alucinante.
Ya no sé que hacer conmigo

Ya tuve que ir obligado a misa, ya toqué en el piano “Para Elisa”
ya aprendí a falsear mi sonrisa, ya caminé por la cornisa.

Ya cambié de lugar mi cama, ya hice comedia ya hice drama
Fui concreto y me fui por las ramas, ya me hice el bueno y tuve mala fama.

Ya fui ético, y fui errático, ya fui escéptico y fui fanático
Ya fui abúlico, fui metódico, ya fui impúdico y fui caótico.

Ya leí Artur Conan Doyle, ya me pasé de nafta a gas oil
Ya leí a Bretón y a Moliere, ya dormí en colchón y en somier.

Ya me cambié el pelo de color, ya estuve en contra y estuve a favor
Lo que me daba placer ahora me da dolor, ya estuve al otro lado del mostrador.

Y oigo una voz que dice sin con razón
“Vos siempre cambiando, ya no cambias más”.
Y yo estoy cada vez más igual
Ya no sé que hacer conmigo.

Ya me ahogué en un vaso de agua, ya planté café en Nicaragua
Ya me fui a probar suerte a USA, ya jugué a la ruleta rusa.

Ya creí en los marcianos, ya fui ovo lacto vegetariano
Sano, fui quieto y fui gitano, ya estuve tranqui y estuve hasta las manos.

Hice el curso de mitología pero los dioses de mi se reían
orfebrería lo salvé raspando y el de moral lo perdí copiando.

Ya probé, ya fumé, ya tomé, ya dejé, ya firmé, ya viajé, ya pegué
Ya sufrí, ya eludí, ya huí, ya asumí, ya me fui, ya volví, ya fingí, ya mentí.

Y entre tantas falsedades muchas de mis mentiras ya son verdades
hice fácil adversidades, y me compliqué en las nimiedades.

Y oigo una voz que dice sin con razón
“Vos siempre cambiando, ya no cambias más”.
Y yo estoy cada vez más igual
Ya no sé que hacer conmigo.

Ya me hice un lifting me puse un piercing, fui a ver al dream team y no hubo feeling
me tatué al Che en una nalga, arriba de britney para que no se salga.

Ya me reí y me importó un bledo de cosas y gente que ahora me dan miedo
Ayuné por causas al pedo, ya me empaché con pollo al spiedo.

Ya fui al psicólogo, fui al teólogo, fui al astrólogo, fui al enólogo
ya fui alcohólico y fui lambeta, ya fui anónimo e hice dieta.

Ya lancé piedras y escupitajos al lugar donde ahora trabajo
y mi legajo cuenta a destajo, que me porté bien y que ya armé relajo.

Y oigo una voz que dice sin con razón
“Vos siempre cambiando, ya no cambias más”.
Y yo estoy cada vez más igual
Ya no sé que hacer conmigo.

viernes, 24 de agosto de 2007

Término foráneo

MUXOS MUXUS

dos puntos:

"Muchos besos"
en Euskera.

jueves, 23 de agosto de 2007

The way back into love

All I wanna do is find
the way back into love...
No es la mejor película del mundo ni nada parecido. Es una historia de amor, pero como dice Jolie: "Todas las historias de amor son bonitas". La vi la noche del hecho terrible para sentirme un poquito mejor. Y así fue. Me sentí enamorada durante las dos horas que duró la película. No es mucho tiempo, pero vale la pena. El amor siempre vale la pena. Aunque sea por dos horas.

El silencio de la muerte



Éramos tres. Habíamos salido (solos) más temprano de la oficina porque ellos (dos), no yo, regresaban a Caracas por la noche. Sus maletas ya estaban listas, pero querían bañarse antes de tomar el autobús. Como yo tenía muchas cosas que hacer, pero no tenía nadita de ganas, los acompañé.

La distancia era corta: cinco, seis, siete, ocho cuadras. A lo sumo diez minutos a paso tranquilo. Pero como la lluvia había sido tan fuerte por la mañana, las calles estaban plagadas de profundas lagunas grisáceas que nos obligaban a caminar en zig- zag. Y más lento, por supuesto. El resto del paisaje seguía como siempre: callado.

Entonces, a diez metros de la plaza Bolívar (que queda en pleno centro de Guasdualito), vemos que la gente empieza a correr en manada hacia una calle. Movidos por la curiosidad empezamos a correr también. El susurro del hecho viajaba tan rápido de una boca a otra que no entendíamos nada. Algo había pasado, pero no sabíamos qué.

La multitud se detuvo y formó un círculo alrededor de algo que yo no podía ver. No eran ni siquiera las cinco de la tarde, el sol todavía estaba ahí. Las mujeres se tapaban la boca, los hombres cruzaban los brazos: un hombre (bastante apuesto) vestido con un mono naranja estridente cruza la calle y se sienta lentamente en la acera del frente. Tenía el brazo izquierdo bañado en sangre, sus gafas de sol sólo conservaban el lente derecho.

Como no comprendía qué le había sucedido, interrogué al hombre que estaba parado a mi lado:

-¿Qué le pasó al muchacho? ¿Se cayó?
-No se cayó nada, le pegaron como cuatro tiros.

Cuatro tiros. Ni uno más, ni uno menos. Pero seguía vivo. Justo ahora se bajaba suavemente el cierre del mono y se colocaba la mano en el cuello, haciendo presión. Tenía una bala incrustada un poco más arriba de la clavícula. Mientras tanto, nadie hacía nada. Ni siquiera yo. Algunos, no todos, gritaban: “¡Ayuden al muchacho!”, ¡Ayúdenlo que se va a morir!”.

Los carros pasaban al lado de la víctima y aceleraban. Aquí no se puede ayudar a nadie en estas circunstancias porque luego te matan a ti. Lo único que podíamos hacer era verlo morir. Y eso hicimos hasta que, todavía con en el dedo en la herida, un carro de la policía se lo llevó al hospital.
Una vez allí, el ejército tomó el lugar y se cerró con candados la sala de emergencia. El asesino había hecho mal su trabajo y, por lo tanto, podía regresar en cualquier momento a rematar a la víctima que, milagrosamente, seguía viva.

Como en el hospital no hay médicos, ni medicinas, ni nada, le taparon como pudieron la herida del cuello y se lo llevaron en carro a San Cristóbal, cuatro horas desde de Guasdualito.

Bala #1: brazo izquierdo.
Bala #2: abdomen.
Bala #3: cuello.
Bala #4: no lo sé.

Tampoco sé si el muchacho (era joven, menos de 30 años) llegó vivo a San Cristóbal. No sé su nombre, si tenía esposa o si tenía hijos. No sé nada más de él, creo que tampoco quiero saberlo. Saber algo, en esta esquina del país, te convierte en candidato a la muerte.

Lo único que sé es que aquí asesinan a una persona casi todos los días mientras nadie hace ni dice nada. Esta la tierra del silencio de la muerte. No escuchen ni hablen si pasan por aquí.

sábado, 18 de agosto de 2007

Lo que suena en mi cabeza

"Si te acaricio la cara tienes que darme un beso".

—Diego El Cigala.

jueves, 16 de agosto de 2007

Un bufón de mal gusto

Hay que ver cómo algunas personas son capaces de arruinarte la tarde en cuestión de microsegundos. Es increíble, de veras. Bueno, pues resulta que ayer decidí darme una suculenta bienvenida de regreso al asfalto caraqueño y me fui para Trasnocho. Tenía ganas de comprarme (con la quincena que gané sin trabajar, ya saben, sueldo de vacaciones) un par de discos. También tenía ganas de comprarme unos tres libros que tengo en mente, pero esta vez dije que no: quería músiquita nueva, algo sabroso para el tráfico y las horas muertas en Internet.
Así que me interné en Esperanto y salí feliz como un regaliz con mis dos discos nuevos (CéU y Lágrimas negras de Bebo y Cigala). Luego, como es costumbre cada vez que visito este antro, me compré cuatro bombones de chocolate en Kakao: katara (picante del culo de los bachacos), limón, parchita y tamarindo. Agarré mi bolsita transparente con los cuatro ejemplares y como la tarde (o la noche) era joven, decidí visitar una colorida galería de fotos que tenían en la salita de exposiciones. El autor era un fotógrafo venezolano, cuyo nombre no recuerdo, y trataba sobre fiestas patronales-populares-religiosas venezolanas.
Crucé la puerta con mi bolsita glotona en la mano y saludé al tipo de la entrada: "Buenas". El tipo me vio, es decir, me vio con la bolista, y no dijo nada. Entonces empecé el recorrido. Las fotos eran (son) bellísimas, llenas de colores, luces, fuegos, bailes. Yo estaba encantanda. Saboreaba mis chocolates lentamente y me perdía en las imágenes mientras imaginaba cómo sonaba la música de la brasileña CéU. Era un paraíso perfecto.
Y justo allí, en medio de mi éxtasis, aparece el hombre de la entrada, el mismo que me vio entrar con la bolsita transparente y no contestó a mi saludo. Salió por detrás de una pared falsa y me interceptó:
—Buen provecho, dijo de manera bufona.
—Gracias, respondí (como es normal en estos casos) y seguí mi camino tranquilamente.
—No se puede comer aquí, me advirtió con la misma sonrisa estúpida.
—¿Ah?, dije yo.
—Que no se puede comer aquí, pero no importa, termine de comer, me dijo con cierto aire de picardía.
Baste decir aquí que el resto de la exposición fue una completa mierda. Sí, con grosería y todo. Puede parecer una tontería, pero ¿qué clase de ser humano, cuya labor es custodiar un recinto, te ve entrar engulliendo lo que sea, te deja pasar y luego, cuando tú estás metida en tu mundo artístico, te obliga a aterrizar de golpe con una excusa mediocre? Y digo mediocre porque ni siquiera cumplió su función. Es decir, no fue que me dijo: "Señorita, no puede comer aquí, haga el favor y compórtese", ¡no!. El tipo me advierte que no puedo comer, pero me deja comer. Increíble, realmente increíble. No hizo su trabajo y, de paso, me jodió la tarde. Hay que ver.

lunes, 13 de agosto de 2007

Otra brújula

Agujas: frontera colombo-venezolana.
Zapatos: alpargatas con suela de goma.
Chuchería: helado de mantecado con lluvia de chocolate.
Después de la ducha: crema OFF!
Promedio de duchas al día: mínimo dos.
Muertos por semana: al menos tres.
Razón: sicariato.
Mala suerte: se borraron las fotos de mi cámara digital.
Reserva: cámara de rollo.
Buena suerte: 10.000 bolívares en el piso.
Traje de baño colombiano: 36.000 bolívares.
Converse tapa amarilla chinos: 20.000 bolívares.
Revista Semana (comprada en Colombia): 20.000 bolívares.
Experimento: caballero, empanada rellena con plátano y guayaba.
Fiesta dominguera: bailando descalza bajo la lluvia.
Sueño hecho realidad: viajar en la parte trasera de una pick up.
Palabra nueva: fundo = hacienda.
Cine rudimentario: Turistas, Chocolate y Un buda.
Libros: todavía País de plomo.
Piel: picadas de mosquitos.
Regalo: un llavero de la Virgen Milagrosa.
Lo que siempre se va: agua.
Total: puro realismo mágico.

La frase

"La literatura no se hereda".

—Francisco Massiani.

sábado, 11 de agosto de 2007

Frontera invisible

Aquí no hay frontera.
Hay muerte, mucha muerte.
Calor, lluvia profunda, calles rotas, prisioneros de vidas ajenas.
Pero el linde no existe. Tampoco la justicia.
Es la mismísima tierra de nadie, o más bien la tierra de la muerte: el llano del poder armado.
Con iguanas, sí. Y con chigüires, esos imensos roedores. Dicen por aquí que quien mata a un chigüire es muerto en pocas horas. No porque estén en extinción, no. Es muerto porque ellos lo matan, porque los malditos ratones gigantes son de ellos, de los que apuntan y escupen metal.
No se puede hablar por estas calles ni estas plazas. No se puede preguntar.
Todos son nadie. Nadie son ellos. Ellos son todos. Todos son cualquiera: el chino del mercado, la mujer de las camisas, el señor de las cotufas, el viejo de los helados.

La frontera no existe.
La he visto.
Y no existe.

Mientras tanto todo parece en calma.
En silencio.
La calma silenciosa de los que mueren sin justicia.

PD: el resto hay que contarlo en persona, no vaya a ser que ellos lean esto.

viernes, 3 de agosto de 2007

Los perros obesos y un pedazo de mi primera noche con Pancho (I parte)

La Florida, Caracas. Siete de la noche.

—¿Y cómo era Clara?
—Se parece mucho a ti, sólo que ella tenía los ojos color esmeralda.
—¿A mí?
—Sí, tienes los mismos brazos… te pareces mucho a ella. Apenas te vi entrar lo pensé: se parece a Clara, sólo que no tiene los ojos color esmeralda.

Los ojos color esmeralda.
Esmeralda. Verde esmeralda, como la esmeralda.
No, mis ojos son marrones. Marrón. No tan oscuro, tampoco muy claro. Pero eso no importa: lo que importa es que me parezco a Clara Lambea, el primer gran amor de Francisco Massiani: Pancho.

Clara y Pancho se conocieron en París, igual que Horacio y la Maga. La primera vez que Pancho vio a Clara la invitó a tomarse unos tragos y de allí se fueron a un hotel a hacer el amor (“¿Y qué otra cosa podía hacerse con ese sucio tiempo?”, diría Cortázar). Y luego de esa noche, como no era de esperarse, se amaron para siempre: “Esa noche tomamos vino y luego nos fuimos a un hotel a amarnos de una vez, como debe ser”. Para siempre, aunque Pancho no la haya vuelto a ver jamás desde hace muchísimo tiempo.

Massiani cometió la estupidez (son sus palabras) de casarse por poder, una vieja usanza que consistía simplemente en firmar un mísero papel (a distancia incluso, sin conocerse los cónyuges) que nada sabe del amor. Pero, como era de esperarse, en lo que Pancho recibió el dinero de su nueva unión se fue de luna de miel con Clara en vez de con su esposa apoderada. Viajó con ella, con Clara, por Barcelona (España) y por algún otro lugar que el vino de aquella noche ya no me deja recordar.

Él toma mucho vino. Pancho, digo. Francisco Massiani, quiero decir. Y tinto, por supuesto. Siempre tinto.

Lo conocí por casualidad el miércoles pasado, primer día del mes de agosto de 2007. Su casa, como su corazón, no tiene nombre propio ni apellido. Es blanca y está custodiada por un par de golden retriever extremadamente obesos, los más gordos que he visto en mi vida.

Su cuarto es su biblioteca: la cama, de sábanas (también blancas) sin tender, se ubica justo al frente de una extensa biblioteca añeja. Entre los libros y la cama hay un sofá. Un televisor también. Y películas porno, muchas películas porno.

Pancho está sentado en su cama. Habla, habla, habla. No se levanta nunca. Toma vino: una copa, brindis, dos copas, brindis, tres copas, brindis, cuatro copas, brindis. Aunque la verdad no son copas, sino unos modestos vasos de vidrio azul. Las botellas vacías se amontonan a sus pies, cerca de la cabecera de la cama. Allí también hay libros (viejos) y un radio (negro) que apenas se oye.

“Qué linda eres. Qué espalda tan bella, qué cuello de cisne. Tienes unas piernas y unos brazos hermosos. Qué linda que eres”, me dice Pancho.

Como los de Clara, pienso yo. No recuerdo (es culpa del vino) que me hayan dicho antes que mis brazos, con lo regordetes que son, sean hermosos. Ni mi espalda.

—¿Y Clara no ha leído nada de lo que usted le ha escrito?, le pregunto.
—No, nada, responde.
—Ah…, suspiro yo.
—Pero no importa. No importa porque tú, que te pareces mucho a ella, lo estás leyendo por ella esta noche, dice y agacha la cabeza.

En la pequeña sala improvisada hay otros dos señores: Guillermo Morón, historiador venezolano, y Elio Gómez Grillo, abogado. Estaban allí apenas llegamos a casa de Pancho. Yo me senté en el sofá junto a Grillo y Eulimar se sentó junto a Pancho.

—Valió la pena esperar, le dice Pancho a sus contemporáneos.
—Sí, qué belleza, responde Morón.
—¿Cómo te llamas?, me pregunta Grillo.
—Débora, digo yo.
—¿Y ella?, vuelve a preguntar Grillo.
—Eulimar, respondo.

Pancho acaricia el tobillo de Eulimar y le pide un beso:

—¿Me vas a dar un beso?
—Claro, Pancho, responde Eulimar, y lo besa en la mejilla.
—No, un beso en la boca. Tú me prometiste que me ibas a dar un beso en la boca, reclama Pancho.
—Yo no te prometí nada, Panchito. Tú me dijiste que me ibas a dar un beso, yo nunca dije que te lo iba a dar.
—Uno solito, insiste Pancho.
—¡No, Pancho!, se ríe Eulimar.

Desde el sofá:

—Bueno, si ustedes quieren besarse nosotros miramos para otro lado y no pasa nada, ¿verdad Grillo?, bromea Morón.
—Claro, claro, responde Grillo.

Derrotado, Pancho empieza a recordar su pasado. Los tres ancianos empiezan a hablar de sus años de juventud, cuando no tenían tanto pellejo arrugado ni vivían aquí:

—Odio a los franceses. Bueno, no a los franceses. Sino que cada vez que yo iba a visitar a mi amiga Monique a París tenía que cargar un pañuelo impregnado de agua de colonia. El olor era insoportable, narra Morón.
—Sí, sí, sí, asegura Grillo.
—Mira, Clara se bañaba una vez a la semana. Se pasaba unos trapitos húmedos y más nada. Y a mí encantaba porque olía a ella, era algo maravilloso. Es más, cuando se bañaba me arrechaba. Su olor era una cosa divina, recuerda Pancho enamorado.

Luego Grillo echó un cuento en francés sobre Flaubert y su Madame Bovary. Según contó, cuando el libro se editó por primera vez no tuvo muy buena acogida. Tanto así, que el librero que los vendía le explicaba a Flaubert que su obra era tan sagrada que nadie se atrevía a tocarlo.

—¿Cómo es que se llama ella?, me pregunta Grillo por segunda vez.
—Eulimar, respondo.
—Mira, Eulimar, oye este cuento que dura un segundo. Yo estaba una vez manejando por España, quería ir a Sevilla y estaba perdido en la carretera. Entonces veo a un campesino y le pregunto: “Amigo, epa, amigo, tenga la amabilidad: ¿este es el camino a Sevilla?”. Y el tipo me responde: “Ni soy su amigo, ni este es el camino a Sevilla”.

Y así siguió la velada, cuento tras cuento, copa tras copa. Era una noche fresca, aunque el aire no corría mucho en el lugar. Pancho daba vuelta a unos cassettes viejos mientras se empujaba los lentes que resbalaban sobre su nariz. Me regaló un libro de poemas (Señor de la ternura) y un dibujo a carboncillo. También me contó que cuando vivía en París tuvo la oportunidad de conocer a Julio Cortázar y no lo hizo:

—Julio leyó algo que yo escribí y le dijo a un amigo mío que me quería conocer. Nos íbamos a ver en un café a las seis de la tarde, pero cuando llegué al lugar me dije: “No tengo nada que contarle a este gigante”. Así que no entré y me fui al hotel con Clara. Lloramos juntos largo rato, pero luego tomamos vino e hicimos el amor.

Tiempo después Pancho se enteró de que Julio lo esperó hasta las 10 de la noche. Y, también, de que el gigante ya no lo quería conocer.

—¿Por qué no entraste, Pancho?, le pregunté.
—Por timidez, respondió.

Habían pasado más de dos horas, nos teníamos que ir. Así que tomamos una copa más y dijimos adiós. Pancho se quedó se quedó sentado en su cama sin tender, con el vino en la mano, cabizbajo. Y me dijo, una vez más, que me parecía a Clara, sólo que ella tenía los ojos color esmeralda.

PD: Clara también comía papas fritas en París, sólo que, a diferencia de la Maga, no se le caían al piso. Se los dije, yo soy la Maga.

Francisco Massiani
Caracas, 1944.
Escritor venezolano.
También dibujante y músico: “Toco acordeón, guitarra y piano”.
Algunas obras:

Piedra de mar
Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal
Las primeras hojas de la noche
Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer
Un regalo para tía Julia y otros relatos
El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes
Con agua en la piel
Señor de la ternura

jueves, 2 de agosto de 2007

El pez chino

había una vez
un naranja pez
que vivía al revés
cuando llego a su vejez
se murió de acidez

un gran poema, de un gran poeta

—HERBACO
ALEJANDRO HELMEYER

INVENTOR DE: HUEVORA