domingo, 15 de junio de 2008

Trastiempo para Montejo

"Lo que se irá al final será la vida, / la misma que ha llevado nuestros pasos / sin pausa, a la velocidad de su deseo. / Se llevará también todas sus horas / y los relojes que sonaban y el sonido / y lo que en ellos siempre estuvo oculto, / sin ser tiempo ni trastiempo... / Cuando haya que partir -se irá la vida, / ella y su música veloz entre mis venas / que me recorre con remotos cánticos, / ella y su melodiosa geometría / que inventa el ajedrez de estas palabras".
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Candy, gracias por compartir este texto

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El pan dormido
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Por Juan Villoro
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Ha muerto el poeta venezolano Eugenio Montejo. Poco antes de cumplir los 70 años se integró a la ronda de fantasmas que viven en su poema "Los ausentes".
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El padre de Montejo fue panadero en tiempos anteriores a los hornos eléctricos, cuando la harina se confiaba a una cavidad de ladrillos rojos, donde los leños ardían despacio. Aquel hombre que conocía la dignidad del trabajo duro se inició como aprendiz, barriendo y cargando canastos, ascendió a maestro de cuadra y pudo al fin poner su propia panadería. En el ensayo "El taller blanco" su hijo recupera una infancia dedicada a contemplar el paciente esfuerzo de inventar el pan: "La harina es la sustancia esencial que en mi memoria resguarda aquellos años. Su blancura lo contagiaba todo: las pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos, las palabras". Ésa fue la escuela de un poeta.
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Montejo prefería trabajar en el silencio de la noche, cuando sólo algún pájaro despistado conservaba su jornada de trabajo. No es casual que dedicara poemas al ánimo tembloroso de una vela, a los asombros de una noche natal, a los trenes nocturnos, a la soledad de la "noche en la noche", cuando los amigos se van por cigarros o cervezas y prometen volver pero no lo hacen.
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Como los panaderos, Montejo horneaba con calma sus poemas para que despertaran a la luz del día. Sus versos están construidos con la sencillez de quien dispone de una materia elemental que se puede amasar de modo infinito. Una voz directa habla de las cosas del mundo: "Cruzo la calle Marx, la calle Freud;/ ando por la orilla de este siglo,/ despacio, insomne, caviloso". En su recorrido, encuentra una mujer dormida, un burro que soporta el castigo de su amo y no se queja, un jardín intacto, un niño que abre los ojos en el pabellón de prematuros, las variadas sombras que arrojó Pessoa y un gallo loco -siempre un gallo- que, al modo del poeta, canta a deshoras.
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"La poesía de Eugenio está hecha de elementos simples", me dijo un día Álvaro Mutis, "lo interesante es cómo los desordena". Montejo no describe: inventa. Cuando habla de una mesa revela el dolor de la madera, lo que siente en clave secreta mientras el vino se derrama y los demás conversan o mientras aguarda, largamente, su oportunidad de intervenir, de volver a ser el sostén de la comida.
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Montejo fue un poeta de los adioses. Se despidió del siglo XX, de su padre, de sus amigos, de Lisboa, de otros poetas convertidos en estatuas e incluso de sí mismo: "era mi despedida de este mundo/ la primera vez que me moría". La evocación de lo que se va y regresa como perdurable ausencia era su forma de estar presente. Ahora que ha muerto, hay algo a un tiempo reconfortante y doloroso en ver los muchos pañuelos blancos que dicen adiós en sus poemas. Nadie estuvo más capacitado que él para subir a un barco, levantar la mano desde la popa y volver ese gesto inolvidable.
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Gracias a que fechaba sus dedicatorias, puedo rastrear la primera y la última vez que nos vimos. Conocí a Eugenio Montejo el 18 de agosto de 1987. Era un hombre discreto, que prefería hablar en voz baja, de educación siempre presente y nunca artificial. Como el otro poeta mayor de Venezuela, Rafael Cadenas, no derrochaba palabras en la conversación; reservaba la lumbre para sus versos. En el país del vociferante Hugo Chávez, la mesura del poeta Montejo era un imprescindible valor ético.
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Adicto a Portugal, donde pasó varios años, el autor de Alfabeto del mundo tenía las maneras tranquilas, la elegancia sobria y la "tristeza buena" de un personaje de Pessoa. Hablar con él era una lección curiosa. Montejo reivindicaba la relación sencilla con lo que vale la pena. Había conocido mares, islas y bibliotecas, pero sabía que nada es tan necesario y misterioso como el pan.
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Nos vimos por última vez el 2 de agosto de 2005, en casa del poeta Eduardo Hurtado y de su esposa Marcela. A la cena asistió Guillermo Arriaga, quien tuvo el tino de incluir un poema de Montejo en la película 21 gramos. Esos versos que llegan como primeros auxilios (Sean Penn se los recita a Naomi Watts en un hospital) hicieron que la poesía de Montejo comenzara a ser muy leída en Estados Unidos. Durante la cena, Arriaga y Montejo encontraron territorio común en los animales. Uno era un arriesgado cazador de presas y de historias, otro coleccionaba las voces de las aves que escapan para cantar. Arriaga contó que los gansos suelen enviar a un explorador para saber si es seguro bajar a una laguna; en caso de que el explorador se equivoque, es expulsado de la parvada. "Un poeta exiliado", comentó Montejo.
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Con la cortesía que puso en todos sus afanes, el autor de Terredad tomó la previsión de anticipar lo que debíamos decir de él. El poema "La poesía" define su legado:
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La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide-
ni siquiera palabras.
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Llega de lejos y sin hora,
nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
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Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
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Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso, que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.
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Montejo tuvo la llave de la puerta. ¿Qué dejó en su taller blanco? El título de la novela del escritor cubano José Soler Puig, El pan dormido, resume su trato con las palabras. En la noche del 5 de junio, Eugenio Montejo se robó el fuego por última vez.
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Al día siguiente, el pan estaba listo.

5 comentarios:

Victor Marin Viloria dijo...

Debora, te agradezo profunda y sinceramente que hayas posteado esto.

Con el corazón en la mano y con el guarapo aún aguado por esta repentina despedida:

GRACIAS!

Anónimo dijo...

Sabes que nunca olvidaré de Montejo? Lo caballero que era, lo ocurrente, lo paciente. Una vez yo no sabía si inscribirme en un taller de poesía y, muy osado, le escribí para consultarle. Para mi sorpresa (no lo conocía suficiente y no sabía que era así de amable) respondió algo, nada solemne, sencillo pero profundo como terminaban siendo hasta sus suspiros. Hice el taller y tuvo toda la razón.
Y sus cuentos eran de lujo, muuuuy divertidos. Tenía mucha gracia, aunque no dejaba de ser un lord. Como a Elizabeth Schön, lo voy a echar mucho de menos. A ti también te extraño, Deb. Ven pronto a Madrid

Victor Marin Viloria dijo...

Débora, por pura curiosidad...

¿Esto lo sacaste de columna que tiene Villoro en Reforma?

Débora Ilovaca Leiro dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Débora Ilovaca Leiro dijo...

Víctor:
Me lo mandó una amiga que trabaja en Satillana. Pero lo estuve googleando y creo que tienes razón.