Cada vez que sale el sol en Caracas, Billie Jean se estira como si estuviera en una clase de yoga y pone a sonar sus cascabeles por toda la casa. Miau, miau, miau. Viene hasta mi cama, me muerde los pies, a veces me da un besito y se va. Quiere tomar leche y comer lambón, un atún para gatos, o eso dice la lata. Miau, miau, miau. Como yo tengo mucho sueño, y ella lo sabe, va hasta el balcón, se sube en una de las butacas y se queda como tonta viendo a Pepe, el periquito de mi hermano. O de mi mamá, ya ni sé. Lo mira, lo mira y lo vuelve a mirar. Miau, miau, miau. Creo que está secretamente enamorada de él, aunque todos me dicen que, más bien, está secretamente planeando cómo comérselo, pluma a pluma, pico y dos patas. Quién sabe. Entonces yo me levanto, le hablo chiquitico, la espachurro como si fuera un gusano, le doy once besos y le digo que venga a comer. Leche y lambón, como ella quiere. Ella corre hacia la cocina meneando el rabo, desayuna como una diosa felina y se lame los bigotes. Me mira. Miau, miau, miau. Y regresa al balcón. Es la gata más elegante de Caracas. La más chic. La más aristogata. Su canción favorita es Billie Jean de Michael Jackson, claro. Todos los días la oímos y hacemos juntas el moonwalk. Ella lo hace mejor que yo, ufffff, mucho mejor. ¿Y saben por qué? Porque Billie Jean, mi gata, es la princesa gatuna del pop. Y toda Caracas quiere su autógrafo.